domingo, 14 de septiembre de 2008

Susurros de almohada


Un día, de repente, te fuiste. Un amigo anónimo jugaba cartas con su destino. Vos tratabas de conciliar el horror con la necesidad de correr.

Esa misma noche, te vi de espaldas, sentado en el banco de una plaza. El ambiente era sepia, aunque los árboles seguían llenos de hojas y el cielo no tenía nubes de lluvia. El banco, tablas y hierro labrado, te sostenía como no podía tu columna. Yo estaba lejos, más lejos de lo que un camino podría llevarme, y te miraba desde aquella distancia con urgencia. Estabas inclinado hacia adelante, envuelto en un abrigo oscuro. Tus hombros se agitaban al ritmo de tu voz. Llorabas.

Y yo trataba de llegar. Empezaba a caminar para alcanzarte. Pero no había camino bajo mis pies; no había guía ni posibilidad para mí. Ante mis ojos, todo se había vuelto negro, nada existía, excepto vos allá, tu banco, tu abrigo y tus lágrimas, alumbrados en la penumbra: como si fuera el escenario de un teatro, y vos fueras el protagonista. Y lo eras. Eras el tema de mi desesperación, que no conseguía moverse del lugar aunque parecía correr. No podía alcanzarte.

Cuando al fin mis pies se movieron, o se movió el mundo debajo mío, y empezaste a verte cada vez más grande en la perspectiva, nació en mí una idea. Era tarde; no había nada que pudiera hacer. Lo que fue un pensamiento se fue consolidando en certeza a cada metro que achicaba entre vos y yo, entre vos deshindratándote por los ojos y yo desangrándome por el pecho. Era mi única seguridad cuando me encontré de pie a tu lado, a tus espaldas, y alargué la mano para agarrarte el hombro. Había llegado. Ya no servía de nada.

Al día siguiente, aquella angustia impregnó mi vida. Cargué con ella todas mis horas, mientras esperaba tus novedades. Pero no apareciste. No llegué a verte a la noche, ni a la tarde ni madrugada, y quedó un vacío formado por mi ignorancia. Mi alarma se confundió con mi imaginación. Hice ciencia, y desarrollé miles de teorías para explicar el problema. Hice religión, y atribuí tu ausencia a designios inescrutables. Me hice un bulto en posición fetal y traté de olvidarme.

Esa misma noche volví a verte. Tu expresión me hizo estremecer. Tus ojos atrás de los vidrios estaban vacíos, como debía estarlo la parte de vos que le reservabas a él. Quería agarrarte la mano, apoyar la fuerza de mi miraba, pero no podía. No podía más que escucharte, y mientras te escuchaba, pensar en cuánto me hubiera gustado abrazarte. Oír que tu amigo finalmente había muerto. Mirar cómo los brillos miel de tus ojos estaban desgastados, aunque vos parecías querer decirme que ibas a estar bien. Y yo no tenía dudas. Pero no podía pensar en otra cosa que las ganas que tenía de abrazarte. Fuerte. Muy fuerte.

El silencio cayó entre nosotros hasta quebrarlo todo. Debí mirarte con tanta intensidad que captaste el mensaje, sin necesidad de palabras. Pero no me dejaste acercarme. Me echaste con el tono y el lenguaje corporal. Querías tu duelo en soledad, como me hubiera pasado a mí. Querías mi compañía, pero sólo eso; sólo querías que te entendiera, no que te consolara. Igual que me pasó aquellas veces, cuando vos todavía no estabas. Sabías que iba a entenderte: somos iguales.

Te acompañé sin preguntas, y permanecí sin respuestas. El día después fue un espanto, porque empecé a resentirme de la incertidumbre. El no entender nada y los indicios de lo sucedido me cargaron de electricidad. Eché rayos en todas direcciones y elegí encerrarme para evitar más descargas. Te esperé con fervor, deseando casi con fanatismo poder encontrarte para saber qué era lo que había sucedido. Para saber cómo estabas, que era en realidad lo único que me importaba.

Y respondiste. Esa misma noche, por fin apareciste después de tu larga ausencia. Te vi nítido, más relajado y más tranquilo que en las noches anteriores. Con esa misma tranquilidad, que no tenías desde el principio, me dijiste que tu amigo seguía muy mal, pero que todavía no se había muerto. Que no habías venido a verme, porque habías estado con él todos esos días. Que te disculpara por la ausencia, habías estado demasiado ocupado para ocuparte de vos. Y a mí no me hacía ruido la contradicción entre la vida y la muerte. Nada me resultaba extraño, teniéndote enfrente moviéndote los anteojos de marco negro, sabiendo que estabas ahí.

El nudo se desató con lentitud, y te ofrecí las manos, para que te agarraras ahora que ya no lo necesitabas, y sólo podías quererlo. Me ofrecí en silencio, ahora que ya no ibas a creer que podía ser por lástima, ni por dudar de vos. Siempre decís que soy la única persona que te conoce como de verdad sos, y los demás te creen independiente y fuerte. Yo sé que sos tan sensible que a veces las cosas te afectan al punto de querer dejar de vivir. Eso era lo que temía. Y eso fue lo que no pasó.

Al abrir los ojos, estaba tranquila. Tenía en el pecho el calor de tu cabeza apoyada, descansando. Y esa misma tarde, cuando yo ya no te esperaba, apareciste. Repetiste lo que ya me habías dicho sobre tu amigo y tu ausencia, y no me extrañó enterarme por fin de lo que realmente había pasado. Te lo conté todo, y no te sentiste extrañado. A mí no me extrañó que esos días me hubieras hablado al oído, a mi inconsciente, mientras estabas lejos de cualquier forma de comunicación. Ambos sabemos, y ya comprobamos, que cuando las líneas se corten y la tecnología se muera, nosotros vamos a hablar de cabeza a cabeza, pecho a pecho, a estos doce mil kilómetros de mar.

No volviste a hablar de tu amigo. Y yo, como esperabas, no volví a preguntar.

No hay comentarios.: