miércoles, 3 de septiembre de 2008

Papel crepé


Hay una bañera. Hay alrededor un baño de azulejos blancos y celestes. Del techo, pende una inútil cortina traslúcida que no protege al suelo del agua, ni a quien se baña de las miradas. El piso es de baldosas azul oscuro, dispuestas regularmente. El material que parece porcelana es todo blanco. La grifería es color plateado. Hay una ventana en la pared contraria a la puerta, a la derecha de la bañera. La bañera es blanca, es larga, y está pegada a la pared izquierda.

Yo estoy en la bañera. Me despierto repentinamente de un sueño que no llego a recordar. Estoy vestida con un pijama improvisado, consistente en una casaba a rayas blancas y negras de un pijama verdadero, y unos pantalones deportivos rojos que no son para dormir. Estoy descalza. No hay calzado a la vista. Dentro de la bañera, no hay agua. Sólo estoy yo, que acabo de despertarme. Miro a mi alrededor, buscando una razón de mi presencia allí.

De repente, sé que estoy investigando un asesinato. Esa es mi única certeza.

Salgo de la tina, con cierto tambaleo. El cambio brusco de posición me genera un mareo que encuentro normal. Me desconcierto por un momento, pero llego a la puerta. Aún no entiendo bien dónde estoy ni qué hago ahí. Salgo del baño, y me encuentro con un sujeto al que conozco. Es de estatura media alta, de cabellos oscuros, ojos oscuros, piel blanca y anteojos. Sostiene algo como carpetas o libros en una mano. Sé que es el director de aquel juego de investigación en el que estoy metida. Se dirige con rumbo que encuentro desconocido. Sin embargo, lo sigo.

Empezamos una charla. Tocamos el tema del asesinato. Caminamos un tiempo del cual no soy conciente hasta llegar a una puerta. Él me la señala. Yo asiento con la cabeza. Entonces, el hombre abre aquella puerta. Entra primero, yo voy detrás. Nos encontramos frente a un salón lleno de niños, sentados en pupitres. Las paredes están llenas de afiches al estilo de escuela primaria o jardín de infantes. Ahí me doy cuenta, por primera vez desde que lo he visto, que es el maestro.

El maestro saluda y se sienta al otro lado del escritorio. Mueve las manos para sacar algo de una carpeta. En aquel movimiento, noto que tiene una alianza de oro en el anular izquierdo, gruesa y ceñida al dedo. Saca unas hojas con un crucigrama, escrito en rojo fuerte. Me mira y me pide un momento. Asiento. Me siento a un lado. Él le pregunta a la horda de niños si ha hecho la tarea. El coro responde que sí, por lo que van a chequear las respuestas. Un instinto me avisa de tratar de espiar la hoja del maestro. Tengo la impresión de que las palabras del crucigrama forman algún tipo de mensaje que debo conocer, para la investigación.


Hay una calle. Es de noche. La falta de árboles y de edificios altos hacen que el cielo se vea despejado y abierto. Hay pocos cables de luz que interrumpan las miradas. Las veredas parecen estar levemente húmedas. Los adoquines hacen resbalar los resabios del rocío. Hay una mesa circular, con alguna botella encima apoyada en el centro. Hay soledad en el ambiente.

Yo estoy sentada alrededor de aquella mesa circular. Conmigo, hay dos mujeres y un hombre. No reconozco sus figuras. Pero por algún motivo, sé que son personas que conozco. Están jugando conmigo a la investigación del asesinato. Están allí conmigo por ese propósito. Todos sentados equidistantes alrededor de la mesa redonda. No tenemos vasos delante. A pesar de las botellas, no estamos tomando nada.

De pronto, somos atacados por dos mujeres ebrias. Se tambalean. Nos insultan. Permanecemos quietos, ignorándolas, aunque chocan contra la mesa y la desestabilizan. De pronto, una de ellas rompe una botella. Los vidrios se astillan. Ambas toman pedazos filosos y grandes, para empuñarlos a modo de armas. Nos amenazan con ellos. Los cuatro de la mesa nos ponemos de pie. Retrocedemos ante el embate. El miedo me circula por un momento. Se nos vienen encima.

Ante el peligro mortal, el hombre saca una navaja de afeitar. Sorprende por la espalda a una de las mujeres ebrias. Le clava la navaja en medio de la garganta. Hace presión hasta partir la tráquea e introducir hasta el absurdo el filo. No sale una gota de sangre. Quedo en shock observando la acción del hombre, que yo no esperaba en lo más mínimo. La otra mujer ebria se diluye de mi memoria. Sólo queda el hombre y la navaja. La caída del cuerpo en cámara lenta. El silencio de las otras dos mujeres y el mío. La tensión y la incredulidad. La adrenalina.

Me doy cuenta que debo destensar la situación. Estamos a salvo. El método fue poco ortodoxo, pero estamos bien. No puedo dejar que aquello condene a quien se ha arriesgado. Entonces, me levanto. Me incorporo por completo, y hablo.

- Pensé que era la única que llevaba algo filoso en la mochila.

El hombre, aún con la navaja en la mano, me asombra.

- Pero, ¿vos te afeitás con agua caliente sólo, o con espuma?

La imagen se queda estática. Se cubre de negro.

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