martes, 21 de octubre de 2008

Abierto


Es de esas noches donde abrir o cerrar los ojos es la misma pesadilla. Los pasos del tiempo son lentos como los de una película vieja, casi a blanco y negro. El ajedrez se dibuja con piezas de humo y se evapora con el soplido del silencio. Es de las noches donde estar o no estar se resume en la misma palabra. Donde la altura o el filo son la misma opción válida. Todo se funde en un mismo despropósito. Todo cae en la misma cicatriz de las horas y la tierra. Los terremotos invaden la columna vertebral, y las mareas se decantan sobre los surcos que nunca cerraron. Todo se transforma en el mismo ácido desapareciendo mi nombre.

He visto de nuevo aquello que ya sabía anteriormente. He sabido con exactitud algo que ya intuía con nitidez. El abandono de los lazos no me abrió tanto como el abandono de los recuerdos. Aún sigo pensando en las mismas palabras de mi nacimiento al mundo de los sentimientos. Todavía tapo mis ojos y se reproduce en mí la cinta de todos los momentos. No he acabado de callar mi necesidad de humillarme, aunque sí la dejé atrás. Y cualquiera de esas certezas, de mis años de albañil de estos cimientos, no resiste ni un solo cruce de tu sonrisa.

Ahí, el abismo dentro mío toma la entidad de un universo.

La explosión de la lluvia riega mis restos. Me derramo simplemente en lo último que me falta. Crujen mis ideas y se estrellan mis gritos. Se expande la tensión de mi sangre y se rompe el cristal de mi escudo. El efecto es claro, y le falta poco para formar un nuevo agujero negro en el terciopelo de este cuerpo cansado. Hay sólo un instante de diferencia entre el ser y el olvidar. Es notorio, como todo lo que transcurre en los escenarios, desde que he dejado de ocultarme tras los telones. Pero ésta es una obra de espectadores ciegos: y ningún sonido llega a ningún oído cuando se pierde la respiración en el espacio.

sábado, 18 de octubre de 2008

Suficiente


La puerta está frente a ella. Sólo a un par de pasos, la seguridad del útero de cemento. Es de noche como en todas sus expediciones. Ha pasado un día del que no recuerda nada. Una bolsa de plástico cuelga inerte de una de sus manos. Los pequeños metales dorados giran acompasados en la otra. Sus caderas se mueven a penas mientras los pies la siguen guiando. Su cabeza está más allá de su realidad.

Tres hombres aparecen sobre ella. Hablan el dialecto de sus prejuicios; visten la ropa que los identifica como presos futuros. La cercan contra una de las paredes, cerca de la puerta. La unión de sus tres espaldas hacen cinco de las de ella. Sus tres presencias hacen un único miedo suficiente. Piden las llaves de acceso a lo más valioso, y toman con sus manos lo más ordinario. Amenazan con recorrer lo que late para conseguir lo que está inerte. Se acercan tanto que su aliento se transforma en un olor que ella nunca va a poder olvidar.

Bloquea la noción de lo que sucede. Luego, no podrá detallar qué le han dicho o qué le han hecho. El instinto del animal bajo la cultura aflora con la fuerza del horror. Se levanta frente a los tres hombres con la forma del ser más peligroso bajo el cielo. Ruge su rabia hasta aturdirlos y dejarlos fulminados como si estuvieran quietos. En ese segundo bajo esa ilusión óptica, ella logra pasar a través de los brazos y los cuerpos. Va visto antorchas de su salvación en aquella cárcel. Corre hacia ellas sin mirar atrás.

El pavimento recibe su corrida y las rejas del patio vecino la condenan de antemano. Pero su primer grito es respondido por uno que estaba sentado en las sombras. Le abre con la confianza de la urgencia y vuelve a sentarse mientras ella se aleja a un rincón muy escondido. Se queda de pie rearmándose en temblores mientras el grupo de hombres la observa. La fiesta de las botellas y los papeles de su piso se ha interrumpido con su presencia. Nadie hace ningún movimiento más.

Ella no sabrá luego cómo decirles lo que le ha pasado. Apenas retoma el pánico de encontrarse sometida al deseo ajeno. En aquel bálsamo de silencio e incomodidad, pasa el tiempo necesario para poder salir de la sombra sin miedo. El mismo que le abrió se pone de pie y espera su tranquilidad para dejarla ir. Ella le agradece con palabras que nunca va a recordar, y vuelve a pisar el escenario de su tragedia. Pero ya no hay nadie más.

La puerta vuelve a estar frente a ella. La abre. Y, olvidándose, se lanza a los brazos de su más íntimo refugio.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Centros


Viajo de tanto en tanto a aquellos lugares que no conozco. Me traslado por medios que no me producen jet lag. Paso el tiempo vistiendo ropas que nunca he calzado, y recorriendo con pies descalzos las tierras que todavía no pisé. Veo a la gente que aún no conozco y sonrío. Toco lo que nunca estuvo a mi alcance. Nado en los ríos del agua que corre muy lejos de mí, a tanta distancia, que ni siquiera puedo olerla. Navego en los olores que mi memoria aún da por desconocidos.

Con infinita paciencia mis lugares se van transformando. Los pasillos de mi niñez se vuelven las naves sagradas de un saber de milenios. El uniforme de mi escuela se vuelve seda mientras camino con mis años al altar de mis recuerdos y lo encuentro irreconocible. La luz que se dispersa por el aire no viene de ninguna de las ventanas antiguas. Ya no hay obstáculos; aquel ya no es mi sitio. No tiene espacio alguno en mis percepciones.

Las paredes parecen hechas de rayos, y el suelo es un fluir de brillo. Contra la pared más lejana a mí, enfrentada al marco de la puerta, hay una figura sentada. Tiene las piernas cruzadas en un ángulo que para mí es imposible. Guarda la esencia de lo femenino en hebras largas que flotan en la completa libertad. Adopta el género contrario con la fuerza avasallante de su presencia. Sin ningún gesto, ni el mover de sus ojos negros, me extiende la invitación a proseguir mi camino.

Los círculos están cavados en el suelo, formando una espiral concéntrica que apunta hacia una esfera luminosa. Los surca agua que parece hecha de plata y mercurio. El pasar se arrastra como mi energía y se funden en algún lugar lejos de mis ojos. Paso a través de aquella barrera como si no existiera, y me acuesto sobre un rectángulo suspendido. Dejo caer el cabello y cierro los ojos, mientras los músculos se van desarmando y los huesos volviendo a su lugar. En la rosa de los vientos, mis pies apuntan cardinales al centro. Me abro a la voz que me envuelve, la voz femenina, que comanda el movimiento de todo sin moverse ni por un instante.

Me pierdo en aquel intercambio existencial. La noción de mi realidad se agota en mi cansancio, y respondo sin ganas de ocultarme como siempre. Me dejo ir en un pasaje eterno sobre las épocas y las vidas; montada sobre el absurdo, recorro la historia desde mi primer nacimiento hasta mi último aire. Exhausta como si hubiera parido mi propia memoria, recojo lo que quedó de mí luego del vértigo, y vuelvo a lo que me espera. El cielorraso de aquella capilla se difumina entre los brillos y el cemento gris.

sábado, 11 de octubre de 2008

Invitaciones


Ella está despierta. Espera boca arriba que él llegue para poder descansar. Con las manos en los muslos, o cruzadas sobre el abdomen, mira al techo con impaciencia. La oscuridad no es total. Sus ojos abiertos, enormes, son los únicos puntos de luz de la habitación. Las sábanas y las mantas la tapan hasta la línea de los hombros. Para pasar el tiempo, con la mente en blanco, piensa en contar hasta diez.

Destellos blancos invaden las sombras. Ella se paraliza en esa misma posición. Dedos curtidos se deslizan sobre sus manos, mientras una boca invisible succiona su vida. Como en un beso perverso, con una lengua hasta la garganta, se le hace imposible gritar. Las caricias inesperadas siguen su rumbo, chocando a oleadas contra su sangre. No hay éxtasis. No hay pensamientos. Sin sonido alguno, la rodean y tiran para llevársela de una vez por todas.

El horror de aquella penetración le impide reaccionar. Apenas logra centrarse en que todo está sucediendo una vez más, cierra los ojos ciegos y la llama. Su nombre es lo único que se repite mientras las oleadas embisten contra su cuerpo. Una y otra vez, el nombre. Las embestidas. Se drena cada vez más su fuerza. El llamado a gritos destruye su cabeza. El blanco sigue comiendo intermitente a la oscuridad. Imágenes traspasan sus párpados cerrados. La abren del todo mientras sigue inmóvil.

Ella trata de que no entren más. Trata de cerrarse por completo. La parálisis va cediendo cuanto más fuerte es su grito. Nadie escucha el silencio. No hay ayuda posible. Mientras siguen tirando, intenta mover el brazo. El pánico transforma sus venas en un camino de hormigas dormidas. Sus músculos están ausentes de toda utilidad. El aire empieza a faltar. Las oleadas son más fuertes. El miedo se superpone al miedo. Todo se va desgastando, pero ella acelera el proceso. Los gritos van rompiendo la burbuja. La fuerza de aquel parto para expulsarlos acaba rompiendo la matriz.

Todo sigue en silencio. Ella sigue en la misma posición, mirando el mismo techo. El corazón le desboca las sienes y el parte el cuerpo. Se siente vulnerable, donde creía que no volvería a repetirse. Abierta por completo, fácil de quebrar, sola, imposibilitada de pedir ayuda. Nadie va a creerle. No hay nada que le puedan sugerir para hacer. Su seguridad se erosiona un poco más, queda al borde de la desaparición. Su cordura se balancea ante el abismo de la negación.

Vuelve a cerrar los ojos. Mejor seguir esperándolo. Mejor, olvidarlo todo. Y contar hasta diez.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Eones


Salgo de mi habitación a un cuadrado oscuro. Llevo en las manos los papeles eternos de estudios sin acabar. Me dirijo a lo que, antaño, era la escalera de salida; pero el lugar se extiende y desaparece como tal. El marco por el cual salí es la entrada a un quincho, donde se dispersan esas redondas como para quince personas. Doy pasos directos entre las parrillas, sin dirigirme a ningún lado en particular. Parezco no haber notado que aquel no es mi sitio. Parece no importarme que aquellos no sean mi gente. Y sin embargo, entre tantas caras desconocida, a una nunca la he visto pero sé quién es.

La imaginaba rubia, pero tiene el pelo negro sin matices. La imaginaba blanca, pero su piel es color canela. Pensaba que sus ojos eran claros, como creí haberlo visto antes, pero son más oscuros que su pelo. Su boca es más perfecta que mis recuerdos. Sus rasgos son la armonía de la belleza nativa de un país que no es el mío. Y en mi contemplación, en mi sorpresa, te cruzaste.

El tiempo sin verte no borró mi conocimiento de tu cara. Te reconocí aún cuando estabas de espalda. Me ha sido imposible olvidar cómo se adaptan los jeans a tu cuerpo. Y cuando te diste vuelta, eras tan conocido como si te hubiera tocado toda la vida. Tan nítido a mis sentidos como si no guardara de vos sólo tu recuerdo. Tu sonrisa al verme no era la de aquella despedida, ni la de el olvido aquel amor.

Y terminamos en la cama, hablando. Encima de las sábanas que ni siquiera corrimos, echados con cansancio, volvemos al silencio. Aquel contacto es lo único que necesitábamos por un rato. Es la única forma de nos comunica en realidad. Y cuando viene ella y nos descubre ahí, yo apoyada contra el cabecero y acariciándote el pelo, vos con la cabeza en mi pecho en las arrugas de mi camisa, pienso que te vas a ir de nuevo. Que tras otra promesa de reencuentro, algún día, te vas a volver a ir. Te suelto, para que corras a sus brazos, al pecho de quien te cubrió mi ausencia.

Pero vos levantás la cabeza, y le decís que se vaya. Que vos vas a ir en un rato, pero que todavía nos queda mucho que hablar. Volvés a poner la cabeza en mi pecho, y ella se va sin decir nada. Volvés a cerrar los ojos acomodándote entre los pliegues de tela y carne. Y nace en mí el llanto de la nostalgia, el clímax de mi búsqueda en el mundo. Siento la sensación nunca experimentada de la preferencia concreta, notoria, oponible a terceros. Mi mano vuelve a tu pelo negro con una suavidad de la que nunca fui capaz. Vuelvo a vos con la fuerza de tu imán. Todavía existe aquel magnetismo. Todavía existe ese efecto.

Cuánto tiempo pasamos así, no lo sé. Nada más puede pasar entre personas tan largamente conocidas, separadas ahora por tanta distancia. Atesoramos ese silencio como la más íntima compañía que siempre compartimos, y somos sobre esa cama lo que no fuimos bajo esas sábanas. Mis dedos son los besos que no te pude dar, y tus palmas son los abrazos tuyos que nunca llegué a sentir. La canela se mezcla con la vainilla, como se mezclaría si estuviéramos desnudos; o como nuestros dedos enlazados, en todos aquellos sueños que quedaron atrás.

Y yo lo sé, mientras siento tu peso en mi pecho. Ni vos, ni tu opresión en mí, quedaron atrás.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Comunidad pasada


La imagen se abre a lo que fue aquella escuela. Jardín de infantes, primaria y secundaria, entre las tres casas viejas de un establecimiento chico. De repente, aunque ella ya no pertenece a aquella esfera, se ve nuevamente sumergida en ese maremoto. Vistiendo el distintivo que el grupo eligió para diferenciarse, camina por los patios esquivando niños. Con la mirada, busca más como ella, que tienen que estar dando vueltas. A los alrededores, no hay más colores iguales a los suyos que estén pastando en ese recreo.

Se descubre en el camino a su salón, que está a oscuras. En el medio de su andar, es interceptada por un libro enorme de unas mil quinientas páginas, tapas blandas verdes y un título que refiere a jurídico. Por algún motivo eso detiene por completo su deseo anterior, lo aferra con deseo como si hubiera sido su idea, y vuelve sobre sus pasos hasta salir al patio. Una persona como ella empieza a caminar a su lado, también sosteniendo un libro contra su pecho. Ella la reconoce como una compañera que hace más de siete años que no ve. Ambas terminan sentadas bajo el amparo de los juegos infantiles, en el rincón más alejado de la escuela, y abren sus libros. Más allá, de reojo, se puede ver al resto del grupo que les regala una mirada de soberbia.

El libro o el tiempo la transportan. El pasillo de aquella casa antigua se transforma de pronto en uno que no conoce en absoluto. Lo camina con la sensación de estar arrastrando un vestido, tener el cabello mucho más largo, y hablar un idioma que no conoce. Busca entre las habitaciones hasta dar con lo que esperaba. Aquel hombre de gran bigote y mirada penetrante, que es su esposo, que es padre de millones de los suyos, la esperaba.

Mantienen un diálogo tan efímero que ninguno lo guarda en la memoria. Son palabras de cortesía, de personas que no tienen intimidad. Cruzan comentarios sobre el estado de su nación helada, extensa, bajo el yugo de las luchas entre los dos mundos separados, sobre el mundo general que es la Tierra. No hay información relevante que atraviese el aire y les llegue a los oídos del otro. Se guardan tantos secretos como si no se conocieran.

Y tras unos pasos por las habitaciones inmensas, de lleno y recto a la soledad, su esposo muere. Ella permanece viuda de esperanza y de seres mientras se arrastra, en dirección a un nuevo casamiento. Primero es alguien que ni siquiera llega a recordar. Luego, alguien que cree o hijo o sucesor de su primer marido, alguien con un "I" adosado a un nombre extraño y largo. Termina sus días de pie frente a la muerte, en aquel baño viejo y lleno de sarro y sombras; mirándose en un espejo de tres partes, bajo una luz que no ilumina, reconociendo su historia.

Ella, Jelena Alexandrova. El último, Alexandre Alexandrovich I. Y él, el primero, Iósif Stalin.

martes, 23 de septiembre de 2008

Elecciones

La posición horizontal se eleva perpendicular hasta permitir los pasos. La sensación de haber cambiado el corazón de lugar retumba solitaria en las sienes. Aquella fuerza sin nombre se echa sobre la sangre y su mano envuelve lo que queda del pecho vacío. Presiona el aire hasta agotar los pulmones y deja que la piel se vuelva transparente. Quiere que la mente se quede en blanco. Sus intenciones son sólo evitar el colapso.

Recuerdos vagos de los candidatos de mis decisiones chocan contra las paredes de mi conciencia. Tengo impresiones de haber participado desde adentro en la maquinaria del poder. Miles de papeles de colores todavía llueven ante mis ojos en colores que no representan mi pertenencia. Los ojos me arden como si hubiera tratado de lavarlos de aquellas cosas. He sido aferrada por una traición a mi propio ser que parecí haber consentido.

Y luego, envuelta en los problemas de mis olvidos, enfrento el problema de mi memoria. Las hojas escritas frente a mí son como sesenta papeles en blanco. Las frases se han ido de mi cabeza. No puedo repetir siquiera mi nombre. Una especie de pánico escénico se hace con mi presencia y destroza mi seguridad. Me pone frente a la línea del temblor, y me empuja hacia la ansiedad. Pensamientos fatalistas se cruzan a cada nueva línea olvidada. Pierdo la noción de lo que es la relatividad. Esto pasa a ser lo único, lo más importante en la vida, y lo único que no puedo fallar.

Las elecciones serán tan pronto como en unas horas. De mis candidatos, ahora bien, sólo queda uno. El otro fue asesinado mientras desfilaba ante mis ojos. De la mano lo tomo, dejo que me rodee los hombros, y suspiro. En realidad, no es mi decisión. Pero más vale infierno conocido que infierno por conocer.