miércoles, 24 de septiembre de 2008

Comunidad pasada


La imagen se abre a lo que fue aquella escuela. Jardín de infantes, primaria y secundaria, entre las tres casas viejas de un establecimiento chico. De repente, aunque ella ya no pertenece a aquella esfera, se ve nuevamente sumergida en ese maremoto. Vistiendo el distintivo que el grupo eligió para diferenciarse, camina por los patios esquivando niños. Con la mirada, busca más como ella, que tienen que estar dando vueltas. A los alrededores, no hay más colores iguales a los suyos que estén pastando en ese recreo.

Se descubre en el camino a su salón, que está a oscuras. En el medio de su andar, es interceptada por un libro enorme de unas mil quinientas páginas, tapas blandas verdes y un título que refiere a jurídico. Por algún motivo eso detiene por completo su deseo anterior, lo aferra con deseo como si hubiera sido su idea, y vuelve sobre sus pasos hasta salir al patio. Una persona como ella empieza a caminar a su lado, también sosteniendo un libro contra su pecho. Ella la reconoce como una compañera que hace más de siete años que no ve. Ambas terminan sentadas bajo el amparo de los juegos infantiles, en el rincón más alejado de la escuela, y abren sus libros. Más allá, de reojo, se puede ver al resto del grupo que les regala una mirada de soberbia.

El libro o el tiempo la transportan. El pasillo de aquella casa antigua se transforma de pronto en uno que no conoce en absoluto. Lo camina con la sensación de estar arrastrando un vestido, tener el cabello mucho más largo, y hablar un idioma que no conoce. Busca entre las habitaciones hasta dar con lo que esperaba. Aquel hombre de gran bigote y mirada penetrante, que es su esposo, que es padre de millones de los suyos, la esperaba.

Mantienen un diálogo tan efímero que ninguno lo guarda en la memoria. Son palabras de cortesía, de personas que no tienen intimidad. Cruzan comentarios sobre el estado de su nación helada, extensa, bajo el yugo de las luchas entre los dos mundos separados, sobre el mundo general que es la Tierra. No hay información relevante que atraviese el aire y les llegue a los oídos del otro. Se guardan tantos secretos como si no se conocieran.

Y tras unos pasos por las habitaciones inmensas, de lleno y recto a la soledad, su esposo muere. Ella permanece viuda de esperanza y de seres mientras se arrastra, en dirección a un nuevo casamiento. Primero es alguien que ni siquiera llega a recordar. Luego, alguien que cree o hijo o sucesor de su primer marido, alguien con un "I" adosado a un nombre extraño y largo. Termina sus días de pie frente a la muerte, en aquel baño viejo y lleno de sarro y sombras; mirándose en un espejo de tres partes, bajo una luz que no ilumina, reconociendo su historia.

Ella, Jelena Alexandrova. El último, Alexandre Alexandrovich I. Y él, el primero, Iósif Stalin.

martes, 23 de septiembre de 2008

Elecciones

La posición horizontal se eleva perpendicular hasta permitir los pasos. La sensación de haber cambiado el corazón de lugar retumba solitaria en las sienes. Aquella fuerza sin nombre se echa sobre la sangre y su mano envuelve lo que queda del pecho vacío. Presiona el aire hasta agotar los pulmones y deja que la piel se vuelva transparente. Quiere que la mente se quede en blanco. Sus intenciones son sólo evitar el colapso.

Recuerdos vagos de los candidatos de mis decisiones chocan contra las paredes de mi conciencia. Tengo impresiones de haber participado desde adentro en la maquinaria del poder. Miles de papeles de colores todavía llueven ante mis ojos en colores que no representan mi pertenencia. Los ojos me arden como si hubiera tratado de lavarlos de aquellas cosas. He sido aferrada por una traición a mi propio ser que parecí haber consentido.

Y luego, envuelta en los problemas de mis olvidos, enfrento el problema de mi memoria. Las hojas escritas frente a mí son como sesenta papeles en blanco. Las frases se han ido de mi cabeza. No puedo repetir siquiera mi nombre. Una especie de pánico escénico se hace con mi presencia y destroza mi seguridad. Me pone frente a la línea del temblor, y me empuja hacia la ansiedad. Pensamientos fatalistas se cruzan a cada nueva línea olvidada. Pierdo la noción de lo que es la relatividad. Esto pasa a ser lo único, lo más importante en la vida, y lo único que no puedo fallar.

Las elecciones serán tan pronto como en unas horas. De mis candidatos, ahora bien, sólo queda uno. El otro fue asesinado mientras desfilaba ante mis ojos. De la mano lo tomo, dejo que me rodee los hombros, y suspiro. En realidad, no es mi decisión. Pero más vale infierno conocido que infierno por conocer.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Salidas


Entra a una sala, después de bajar de un colectivo. Viste la ropa común de todos los días. En la fila en la que la ponen, no hay emoción alguna. La sala está desnuda de lujo y funcionalidad. Las paredes blancas hacen el eco de cada uno de esos pasos. La mesa única en el medio, con la mujer atrás de los papeles, es lo más cercano a la vida. A cada metro de cercanía a aquello, la certeza del encierro va creciendo. Aquel destino, a pesar de todo, no resulta extraño. Es natural. Aquellas rejas futuras se vuelven, en su corazón, simple causa y efecto.

La habitación la comparte con otra, que es mezcla exacta de una antigua compañera y una nueva desconocida. Dos camas incómodas se separan por un pasillo de suelo gris. Un placard queda oculto en el ángulo de la puerta cuando está abierta, a su derecha. Poca o ninguna ropa se guarda en aquel espacio. Quizás alguna que otra manta. Quizás algún que otro accesorio. Los estantes guardan sólo golosinas, chocolates, productos del tráfico.

Los días transcurren pero para su memoria son difusos. Cree haber compartido salidas en comunidad al patio, abajo del sol gris y del cemento rasposo. No tiene idea si caminó por los pasillos estrechos que unen todas las piezas. Posiblemente ya conoció más mujeres como ella, como ellas, que compartían la misma situación. Imágenes de una casa de noche y las ventanas encendidas le circulan una y otra vez por la cabeza. Le parece que es la suya, que por un momento volvió, que habló de nuevo con sus hermanos, abrazó de nuevo a sus amigos. La sensación de la piel caliente y las voces añoradas le quedó flotando por todo el cuerpo.

Pero ella sigue ahí, y vuelve al lugar que comparte. La otra está echada en una de las camas, y se levanta un poco cuando la ve entrar. Debe verle mal gesto, o más tristeza de la habitual en la cara, porque trata de consolarla. Intenta que no se acuerde de la distancia que hay entre lo que quisiera y lo que tiene. Le señala una gran cantidad de cosas con azúcar tiradas encima de la otra cama, esperando que las ataque, sabiendo que tienen que comerlas rápido o se las van a sacar.

Ella cede ante la realidad. Esa es la única verdad. Agarrando uno de los bon-o-bon, mordiéndolo, va a reunirse con la otra. A acostarse a su lado, a dejar que la abrace. Un poco de calor humano y de protección entre las paredes de su cárcel.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Estadíos


Es una habitación. La habitación primero está en penumbras, y el único haz de luz proviene de un monitor de pantalla plana. El monitor encendido está encima de un escritorio de vidrio y metal. Hay gran cantidad de papeles y objetos variados haciendo opaca la superficie transparente. En el monitor, hay abierta una ventana de diálogo. Pone "Sergio" en la parte de arriba. Todo está en silencio. La ventana permanece por segundos en blanco. Luego, en un momento, aparece una frase en negro.

Y aquí estoy, luego de un momento de una orgía de sexo desenfrenado oscuro. Pero te vi con tiempo para pasarte esto...

Ella lo mira desde el costado de un escritorio de madera rectangular. Delante de sí, una montaña de papeles en orden caótico se despliega en todo su esplendor. Hojas llenas de puño y letra se mezclan con las palabras a computadora. Un vaso de algo terminado aparece a la derecha, encima de una tarjeta de subterráneo. Es, posiblemente, un salón comedor.

Sentado en la cabecera, inmediatamente a su izquierda, él empieza a contarle todo aquello. Afuera de las ventanas, a medio cerrar, cae la tarde. Ella no escucha nada de lo que dice, porque sólo se dedica a mirarlo a los ojos. Toda su atención se posa en sus pupilas amparadas por los anteojos. Permanece así mientras él detalla lo que, mecanografiado, no serían más que tres líneas de texto. En su voz, suena como una eternidad armónica, sin significado, en la que perderse.

El ocaso de sus palabras trae el silencio y una repentina oscuridad. Posiblemente, una nube acaba de pasar frente al sol y agotado así la escasa luz de ese, posiblemente, día nublado. Él pregunta algo que se pierde para siempre en la memoria de ella. Ella interpreta que le pregunta por su actividad, y responde apuntando a lo que está a su merced. No parece tener nada más que decir. Su obligación le ha consumido todos los temas de conversación.

- Qué aburrimiento - responde él, negando -. Lo mismo que mi ex que me espera en la cama...

Los deberes mutuos los han agotado. Ninguno quiere continuar con eso.

Ella deja de inclinarse sobre sus hojas. Lo mira. Él está perdido en la habitación, en otro lugar, más allá de las paredes. Ahorcado entre las sábanas. Está sentado rígido, muy derecho, con los brazos tensos y las manos sobre las rodillas. Sus nudillos empalidecen un poco, aunque sus mejillas siguen llenas de color. Entonces, ella mira la mano que le queda cerca. Se inclina. La agarra, la despega del jean. Empieza a acariciarla.

- Entiendo...

Él cae a la situación. Todo en sí se vuelve hacia ella, por fin. Las cejas arqueadas terminan por bajar a su nivel normal de nuevo. La mira sin espantarla, pero sin reaccionar. Su mano está muerta entre los dedos dulces que buscan darle respiración artificial. Los roces en la palma le dan electricidad.

- Pero, ¿es que no tienes que estudiar?

- Ya estudié, Sergi.

La mano es elevada en el aire. Los labios calientes ensayan una respiración boca a boca. Los dedos continúan la reanimación pulmonar. Ella se inclina sobre la mesa, tira despacio de su brazo. Posa ambas sobre los papeles, y apoya el mentón sobre la que no le pertenece. Se recarga sobre él, que ha revivido. Quiere mantiene el calor que ha vuelto a tomar su mirada.

No tarda en haber respuesta. Desde atrás de los anteojos, se despliega la dulzura de la miel. Sonríe. Hace que sus dedos reconozcan a sus salvadores. Explora cada rincón de aquella mano más pequeña que se ha hecho inmensa bajo la suya. Sólo con su gesto, la abraza con tanta fuerza como para romperle los huesos. No contento con ello, se inclina hacia ella. Sus ojos quedan a centímetros de intimidad, aunque siguen muy separados.

- Cuando era pequeño, no podrías entender lo que era para mí la televisión todo el tiempo encendida para enfermarme y cuando me acercaba a las vacas… Me sentía muy inseguro...

Es la confesión de mayor profundidad que puede ofrecerle. Él sabe que sólo ella lo conoce tal como es en realidad. Y aún así, sabiéndolo todo, ella sigue recargada en su mano. Recostada, como lo estaría contra su hombro o su cuello si pudiera. Pero no puede; no aún. Aquella distancia es demasiada para cruzarla tan fácil. Quizás algún día pueda consolarlo con suspiros de aliento contra su oído. Quizás también él pueda sostenerla con la carne y la sangre, además de con las palabras y la razón.

Sus palabras siguen, entrándole a ella por los ojos. Todos los demás sentidos están anulados. Sólo quedan los ojos y el alma. El significado vuelve a perderse, pero queda archivado en una memoria rígida. La de ella, es volátil. Y aquel momento, como todos los suyos, es efímero.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Susurros de almohada


Un día, de repente, te fuiste. Un amigo anónimo jugaba cartas con su destino. Vos tratabas de conciliar el horror con la necesidad de correr.

Esa misma noche, te vi de espaldas, sentado en el banco de una plaza. El ambiente era sepia, aunque los árboles seguían llenos de hojas y el cielo no tenía nubes de lluvia. El banco, tablas y hierro labrado, te sostenía como no podía tu columna. Yo estaba lejos, más lejos de lo que un camino podría llevarme, y te miraba desde aquella distancia con urgencia. Estabas inclinado hacia adelante, envuelto en un abrigo oscuro. Tus hombros se agitaban al ritmo de tu voz. Llorabas.

Y yo trataba de llegar. Empezaba a caminar para alcanzarte. Pero no había camino bajo mis pies; no había guía ni posibilidad para mí. Ante mis ojos, todo se había vuelto negro, nada existía, excepto vos allá, tu banco, tu abrigo y tus lágrimas, alumbrados en la penumbra: como si fuera el escenario de un teatro, y vos fueras el protagonista. Y lo eras. Eras el tema de mi desesperación, que no conseguía moverse del lugar aunque parecía correr. No podía alcanzarte.

Cuando al fin mis pies se movieron, o se movió el mundo debajo mío, y empezaste a verte cada vez más grande en la perspectiva, nació en mí una idea. Era tarde; no había nada que pudiera hacer. Lo que fue un pensamiento se fue consolidando en certeza a cada metro que achicaba entre vos y yo, entre vos deshindratándote por los ojos y yo desangrándome por el pecho. Era mi única seguridad cuando me encontré de pie a tu lado, a tus espaldas, y alargué la mano para agarrarte el hombro. Había llegado. Ya no servía de nada.

Al día siguiente, aquella angustia impregnó mi vida. Cargué con ella todas mis horas, mientras esperaba tus novedades. Pero no apareciste. No llegué a verte a la noche, ni a la tarde ni madrugada, y quedó un vacío formado por mi ignorancia. Mi alarma se confundió con mi imaginación. Hice ciencia, y desarrollé miles de teorías para explicar el problema. Hice religión, y atribuí tu ausencia a designios inescrutables. Me hice un bulto en posición fetal y traté de olvidarme.

Esa misma noche volví a verte. Tu expresión me hizo estremecer. Tus ojos atrás de los vidrios estaban vacíos, como debía estarlo la parte de vos que le reservabas a él. Quería agarrarte la mano, apoyar la fuerza de mi miraba, pero no podía. No podía más que escucharte, y mientras te escuchaba, pensar en cuánto me hubiera gustado abrazarte. Oír que tu amigo finalmente había muerto. Mirar cómo los brillos miel de tus ojos estaban desgastados, aunque vos parecías querer decirme que ibas a estar bien. Y yo no tenía dudas. Pero no podía pensar en otra cosa que las ganas que tenía de abrazarte. Fuerte. Muy fuerte.

El silencio cayó entre nosotros hasta quebrarlo todo. Debí mirarte con tanta intensidad que captaste el mensaje, sin necesidad de palabras. Pero no me dejaste acercarme. Me echaste con el tono y el lenguaje corporal. Querías tu duelo en soledad, como me hubiera pasado a mí. Querías mi compañía, pero sólo eso; sólo querías que te entendiera, no que te consolara. Igual que me pasó aquellas veces, cuando vos todavía no estabas. Sabías que iba a entenderte: somos iguales.

Te acompañé sin preguntas, y permanecí sin respuestas. El día después fue un espanto, porque empecé a resentirme de la incertidumbre. El no entender nada y los indicios de lo sucedido me cargaron de electricidad. Eché rayos en todas direcciones y elegí encerrarme para evitar más descargas. Te esperé con fervor, deseando casi con fanatismo poder encontrarte para saber qué era lo que había sucedido. Para saber cómo estabas, que era en realidad lo único que me importaba.

Y respondiste. Esa misma noche, por fin apareciste después de tu larga ausencia. Te vi nítido, más relajado y más tranquilo que en las noches anteriores. Con esa misma tranquilidad, que no tenías desde el principio, me dijiste que tu amigo seguía muy mal, pero que todavía no se había muerto. Que no habías venido a verme, porque habías estado con él todos esos días. Que te disculpara por la ausencia, habías estado demasiado ocupado para ocuparte de vos. Y a mí no me hacía ruido la contradicción entre la vida y la muerte. Nada me resultaba extraño, teniéndote enfrente moviéndote los anteojos de marco negro, sabiendo que estabas ahí.

El nudo se desató con lentitud, y te ofrecí las manos, para que te agarraras ahora que ya no lo necesitabas, y sólo podías quererlo. Me ofrecí en silencio, ahora que ya no ibas a creer que podía ser por lástima, ni por dudar de vos. Siempre decís que soy la única persona que te conoce como de verdad sos, y los demás te creen independiente y fuerte. Yo sé que sos tan sensible que a veces las cosas te afectan al punto de querer dejar de vivir. Eso era lo que temía. Y eso fue lo que no pasó.

Al abrir los ojos, estaba tranquila. Tenía en el pecho el calor de tu cabeza apoyada, descansando. Y esa misma tarde, cuando yo ya no te esperaba, apareciste. Repetiste lo que ya me habías dicho sobre tu amigo y tu ausencia, y no me extrañó enterarme por fin de lo que realmente había pasado. Te lo conté todo, y no te sentiste extrañado. A mí no me extrañó que esos días me hubieras hablado al oído, a mi inconsciente, mientras estabas lejos de cualquier forma de comunicación. Ambos sabemos, y ya comprobamos, que cuando las líneas se corten y la tecnología se muera, nosotros vamos a hablar de cabeza a cabeza, pecho a pecho, a estos doce mil kilómetros de mar.

No volviste a hablar de tu amigo. Y yo, como esperabas, no volví a preguntar.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Papel crepé


Hay una bañera. Hay alrededor un baño de azulejos blancos y celestes. Del techo, pende una inútil cortina traslúcida que no protege al suelo del agua, ni a quien se baña de las miradas. El piso es de baldosas azul oscuro, dispuestas regularmente. El material que parece porcelana es todo blanco. La grifería es color plateado. Hay una ventana en la pared contraria a la puerta, a la derecha de la bañera. La bañera es blanca, es larga, y está pegada a la pared izquierda.

Yo estoy en la bañera. Me despierto repentinamente de un sueño que no llego a recordar. Estoy vestida con un pijama improvisado, consistente en una casaba a rayas blancas y negras de un pijama verdadero, y unos pantalones deportivos rojos que no son para dormir. Estoy descalza. No hay calzado a la vista. Dentro de la bañera, no hay agua. Sólo estoy yo, que acabo de despertarme. Miro a mi alrededor, buscando una razón de mi presencia allí.

De repente, sé que estoy investigando un asesinato. Esa es mi única certeza.

Salgo de la tina, con cierto tambaleo. El cambio brusco de posición me genera un mareo que encuentro normal. Me desconcierto por un momento, pero llego a la puerta. Aún no entiendo bien dónde estoy ni qué hago ahí. Salgo del baño, y me encuentro con un sujeto al que conozco. Es de estatura media alta, de cabellos oscuros, ojos oscuros, piel blanca y anteojos. Sostiene algo como carpetas o libros en una mano. Sé que es el director de aquel juego de investigación en el que estoy metida. Se dirige con rumbo que encuentro desconocido. Sin embargo, lo sigo.

Empezamos una charla. Tocamos el tema del asesinato. Caminamos un tiempo del cual no soy conciente hasta llegar a una puerta. Él me la señala. Yo asiento con la cabeza. Entonces, el hombre abre aquella puerta. Entra primero, yo voy detrás. Nos encontramos frente a un salón lleno de niños, sentados en pupitres. Las paredes están llenas de afiches al estilo de escuela primaria o jardín de infantes. Ahí me doy cuenta, por primera vez desde que lo he visto, que es el maestro.

El maestro saluda y se sienta al otro lado del escritorio. Mueve las manos para sacar algo de una carpeta. En aquel movimiento, noto que tiene una alianza de oro en el anular izquierdo, gruesa y ceñida al dedo. Saca unas hojas con un crucigrama, escrito en rojo fuerte. Me mira y me pide un momento. Asiento. Me siento a un lado. Él le pregunta a la horda de niños si ha hecho la tarea. El coro responde que sí, por lo que van a chequear las respuestas. Un instinto me avisa de tratar de espiar la hoja del maestro. Tengo la impresión de que las palabras del crucigrama forman algún tipo de mensaje que debo conocer, para la investigación.


Hay una calle. Es de noche. La falta de árboles y de edificios altos hacen que el cielo se vea despejado y abierto. Hay pocos cables de luz que interrumpan las miradas. Las veredas parecen estar levemente húmedas. Los adoquines hacen resbalar los resabios del rocío. Hay una mesa circular, con alguna botella encima apoyada en el centro. Hay soledad en el ambiente.

Yo estoy sentada alrededor de aquella mesa circular. Conmigo, hay dos mujeres y un hombre. No reconozco sus figuras. Pero por algún motivo, sé que son personas que conozco. Están jugando conmigo a la investigación del asesinato. Están allí conmigo por ese propósito. Todos sentados equidistantes alrededor de la mesa redonda. No tenemos vasos delante. A pesar de las botellas, no estamos tomando nada.

De pronto, somos atacados por dos mujeres ebrias. Se tambalean. Nos insultan. Permanecemos quietos, ignorándolas, aunque chocan contra la mesa y la desestabilizan. De pronto, una de ellas rompe una botella. Los vidrios se astillan. Ambas toman pedazos filosos y grandes, para empuñarlos a modo de armas. Nos amenazan con ellos. Los cuatro de la mesa nos ponemos de pie. Retrocedemos ante el embate. El miedo me circula por un momento. Se nos vienen encima.

Ante el peligro mortal, el hombre saca una navaja de afeitar. Sorprende por la espalda a una de las mujeres ebrias. Le clava la navaja en medio de la garganta. Hace presión hasta partir la tráquea e introducir hasta el absurdo el filo. No sale una gota de sangre. Quedo en shock observando la acción del hombre, que yo no esperaba en lo más mínimo. La otra mujer ebria se diluye de mi memoria. Sólo queda el hombre y la navaja. La caída del cuerpo en cámara lenta. El silencio de las otras dos mujeres y el mío. La tensión y la incredulidad. La adrenalina.

Me doy cuenta que debo destensar la situación. Estamos a salvo. El método fue poco ortodoxo, pero estamos bien. No puedo dejar que aquello condene a quien se ha arriesgado. Entonces, me levanto. Me incorporo por completo, y hablo.

- Pensé que era la única que llevaba algo filoso en la mochila.

El hombre, aún con la navaja en la mano, me asombra.

- Pero, ¿vos te afeitás con agua caliente sólo, o con espuma?

La imagen se queda estática. Se cubre de negro.