sábado, 20 de septiembre de 2008

Salidas


Entra a una sala, después de bajar de un colectivo. Viste la ropa común de todos los días. En la fila en la que la ponen, no hay emoción alguna. La sala está desnuda de lujo y funcionalidad. Las paredes blancas hacen el eco de cada uno de esos pasos. La mesa única en el medio, con la mujer atrás de los papeles, es lo más cercano a la vida. A cada metro de cercanía a aquello, la certeza del encierro va creciendo. Aquel destino, a pesar de todo, no resulta extraño. Es natural. Aquellas rejas futuras se vuelven, en su corazón, simple causa y efecto.

La habitación la comparte con otra, que es mezcla exacta de una antigua compañera y una nueva desconocida. Dos camas incómodas se separan por un pasillo de suelo gris. Un placard queda oculto en el ángulo de la puerta cuando está abierta, a su derecha. Poca o ninguna ropa se guarda en aquel espacio. Quizás alguna que otra manta. Quizás algún que otro accesorio. Los estantes guardan sólo golosinas, chocolates, productos del tráfico.

Los días transcurren pero para su memoria son difusos. Cree haber compartido salidas en comunidad al patio, abajo del sol gris y del cemento rasposo. No tiene idea si caminó por los pasillos estrechos que unen todas las piezas. Posiblemente ya conoció más mujeres como ella, como ellas, que compartían la misma situación. Imágenes de una casa de noche y las ventanas encendidas le circulan una y otra vez por la cabeza. Le parece que es la suya, que por un momento volvió, que habló de nuevo con sus hermanos, abrazó de nuevo a sus amigos. La sensación de la piel caliente y las voces añoradas le quedó flotando por todo el cuerpo.

Pero ella sigue ahí, y vuelve al lugar que comparte. La otra está echada en una de las camas, y se levanta un poco cuando la ve entrar. Debe verle mal gesto, o más tristeza de la habitual en la cara, porque trata de consolarla. Intenta que no se acuerde de la distancia que hay entre lo que quisiera y lo que tiene. Le señala una gran cantidad de cosas con azúcar tiradas encima de la otra cama, esperando que las ataque, sabiendo que tienen que comerlas rápido o se las van a sacar.

Ella cede ante la realidad. Esa es la única verdad. Agarrando uno de los bon-o-bon, mordiéndolo, va a reunirse con la otra. A acostarse a su lado, a dejar que la abrace. Un poco de calor humano y de protección entre las paredes de su cárcel.

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