martes, 21 de octubre de 2008

Abierto


Es de esas noches donde abrir o cerrar los ojos es la misma pesadilla. Los pasos del tiempo son lentos como los de una película vieja, casi a blanco y negro. El ajedrez se dibuja con piezas de humo y se evapora con el soplido del silencio. Es de las noches donde estar o no estar se resume en la misma palabra. Donde la altura o el filo son la misma opción válida. Todo se funde en un mismo despropósito. Todo cae en la misma cicatriz de las horas y la tierra. Los terremotos invaden la columna vertebral, y las mareas se decantan sobre los surcos que nunca cerraron. Todo se transforma en el mismo ácido desapareciendo mi nombre.

He visto de nuevo aquello que ya sabía anteriormente. He sabido con exactitud algo que ya intuía con nitidez. El abandono de los lazos no me abrió tanto como el abandono de los recuerdos. Aún sigo pensando en las mismas palabras de mi nacimiento al mundo de los sentimientos. Todavía tapo mis ojos y se reproduce en mí la cinta de todos los momentos. No he acabado de callar mi necesidad de humillarme, aunque sí la dejé atrás. Y cualquiera de esas certezas, de mis años de albañil de estos cimientos, no resiste ni un solo cruce de tu sonrisa.

Ahí, el abismo dentro mío toma la entidad de un universo.

La explosión de la lluvia riega mis restos. Me derramo simplemente en lo último que me falta. Crujen mis ideas y se estrellan mis gritos. Se expande la tensión de mi sangre y se rompe el cristal de mi escudo. El efecto es claro, y le falta poco para formar un nuevo agujero negro en el terciopelo de este cuerpo cansado. Hay sólo un instante de diferencia entre el ser y el olvidar. Es notorio, como todo lo que transcurre en los escenarios, desde que he dejado de ocultarme tras los telones. Pero ésta es una obra de espectadores ciegos: y ningún sonido llega a ningún oído cuando se pierde la respiración en el espacio.

sábado, 18 de octubre de 2008

Suficiente


La puerta está frente a ella. Sólo a un par de pasos, la seguridad del útero de cemento. Es de noche como en todas sus expediciones. Ha pasado un día del que no recuerda nada. Una bolsa de plástico cuelga inerte de una de sus manos. Los pequeños metales dorados giran acompasados en la otra. Sus caderas se mueven a penas mientras los pies la siguen guiando. Su cabeza está más allá de su realidad.

Tres hombres aparecen sobre ella. Hablan el dialecto de sus prejuicios; visten la ropa que los identifica como presos futuros. La cercan contra una de las paredes, cerca de la puerta. La unión de sus tres espaldas hacen cinco de las de ella. Sus tres presencias hacen un único miedo suficiente. Piden las llaves de acceso a lo más valioso, y toman con sus manos lo más ordinario. Amenazan con recorrer lo que late para conseguir lo que está inerte. Se acercan tanto que su aliento se transforma en un olor que ella nunca va a poder olvidar.

Bloquea la noción de lo que sucede. Luego, no podrá detallar qué le han dicho o qué le han hecho. El instinto del animal bajo la cultura aflora con la fuerza del horror. Se levanta frente a los tres hombres con la forma del ser más peligroso bajo el cielo. Ruge su rabia hasta aturdirlos y dejarlos fulminados como si estuvieran quietos. En ese segundo bajo esa ilusión óptica, ella logra pasar a través de los brazos y los cuerpos. Va visto antorchas de su salvación en aquella cárcel. Corre hacia ellas sin mirar atrás.

El pavimento recibe su corrida y las rejas del patio vecino la condenan de antemano. Pero su primer grito es respondido por uno que estaba sentado en las sombras. Le abre con la confianza de la urgencia y vuelve a sentarse mientras ella se aleja a un rincón muy escondido. Se queda de pie rearmándose en temblores mientras el grupo de hombres la observa. La fiesta de las botellas y los papeles de su piso se ha interrumpido con su presencia. Nadie hace ningún movimiento más.

Ella no sabrá luego cómo decirles lo que le ha pasado. Apenas retoma el pánico de encontrarse sometida al deseo ajeno. En aquel bálsamo de silencio e incomodidad, pasa el tiempo necesario para poder salir de la sombra sin miedo. El mismo que le abrió se pone de pie y espera su tranquilidad para dejarla ir. Ella le agradece con palabras que nunca va a recordar, y vuelve a pisar el escenario de su tragedia. Pero ya no hay nadie más.

La puerta vuelve a estar frente a ella. La abre. Y, olvidándose, se lanza a los brazos de su más íntimo refugio.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Centros


Viajo de tanto en tanto a aquellos lugares que no conozco. Me traslado por medios que no me producen jet lag. Paso el tiempo vistiendo ropas que nunca he calzado, y recorriendo con pies descalzos las tierras que todavía no pisé. Veo a la gente que aún no conozco y sonrío. Toco lo que nunca estuvo a mi alcance. Nado en los ríos del agua que corre muy lejos de mí, a tanta distancia, que ni siquiera puedo olerla. Navego en los olores que mi memoria aún da por desconocidos.

Con infinita paciencia mis lugares se van transformando. Los pasillos de mi niñez se vuelven las naves sagradas de un saber de milenios. El uniforme de mi escuela se vuelve seda mientras camino con mis años al altar de mis recuerdos y lo encuentro irreconocible. La luz que se dispersa por el aire no viene de ninguna de las ventanas antiguas. Ya no hay obstáculos; aquel ya no es mi sitio. No tiene espacio alguno en mis percepciones.

Las paredes parecen hechas de rayos, y el suelo es un fluir de brillo. Contra la pared más lejana a mí, enfrentada al marco de la puerta, hay una figura sentada. Tiene las piernas cruzadas en un ángulo que para mí es imposible. Guarda la esencia de lo femenino en hebras largas que flotan en la completa libertad. Adopta el género contrario con la fuerza avasallante de su presencia. Sin ningún gesto, ni el mover de sus ojos negros, me extiende la invitación a proseguir mi camino.

Los círculos están cavados en el suelo, formando una espiral concéntrica que apunta hacia una esfera luminosa. Los surca agua que parece hecha de plata y mercurio. El pasar se arrastra como mi energía y se funden en algún lugar lejos de mis ojos. Paso a través de aquella barrera como si no existiera, y me acuesto sobre un rectángulo suspendido. Dejo caer el cabello y cierro los ojos, mientras los músculos se van desarmando y los huesos volviendo a su lugar. En la rosa de los vientos, mis pies apuntan cardinales al centro. Me abro a la voz que me envuelve, la voz femenina, que comanda el movimiento de todo sin moverse ni por un instante.

Me pierdo en aquel intercambio existencial. La noción de mi realidad se agota en mi cansancio, y respondo sin ganas de ocultarme como siempre. Me dejo ir en un pasaje eterno sobre las épocas y las vidas; montada sobre el absurdo, recorro la historia desde mi primer nacimiento hasta mi último aire. Exhausta como si hubiera parido mi propia memoria, recojo lo que quedó de mí luego del vértigo, y vuelvo a lo que me espera. El cielorraso de aquella capilla se difumina entre los brillos y el cemento gris.

sábado, 11 de octubre de 2008

Invitaciones


Ella está despierta. Espera boca arriba que él llegue para poder descansar. Con las manos en los muslos, o cruzadas sobre el abdomen, mira al techo con impaciencia. La oscuridad no es total. Sus ojos abiertos, enormes, son los únicos puntos de luz de la habitación. Las sábanas y las mantas la tapan hasta la línea de los hombros. Para pasar el tiempo, con la mente en blanco, piensa en contar hasta diez.

Destellos blancos invaden las sombras. Ella se paraliza en esa misma posición. Dedos curtidos se deslizan sobre sus manos, mientras una boca invisible succiona su vida. Como en un beso perverso, con una lengua hasta la garganta, se le hace imposible gritar. Las caricias inesperadas siguen su rumbo, chocando a oleadas contra su sangre. No hay éxtasis. No hay pensamientos. Sin sonido alguno, la rodean y tiran para llevársela de una vez por todas.

El horror de aquella penetración le impide reaccionar. Apenas logra centrarse en que todo está sucediendo una vez más, cierra los ojos ciegos y la llama. Su nombre es lo único que se repite mientras las oleadas embisten contra su cuerpo. Una y otra vez, el nombre. Las embestidas. Se drena cada vez más su fuerza. El llamado a gritos destruye su cabeza. El blanco sigue comiendo intermitente a la oscuridad. Imágenes traspasan sus párpados cerrados. La abren del todo mientras sigue inmóvil.

Ella trata de que no entren más. Trata de cerrarse por completo. La parálisis va cediendo cuanto más fuerte es su grito. Nadie escucha el silencio. No hay ayuda posible. Mientras siguen tirando, intenta mover el brazo. El pánico transforma sus venas en un camino de hormigas dormidas. Sus músculos están ausentes de toda utilidad. El aire empieza a faltar. Las oleadas son más fuertes. El miedo se superpone al miedo. Todo se va desgastando, pero ella acelera el proceso. Los gritos van rompiendo la burbuja. La fuerza de aquel parto para expulsarlos acaba rompiendo la matriz.

Todo sigue en silencio. Ella sigue en la misma posición, mirando el mismo techo. El corazón le desboca las sienes y el parte el cuerpo. Se siente vulnerable, donde creía que no volvería a repetirse. Abierta por completo, fácil de quebrar, sola, imposibilitada de pedir ayuda. Nadie va a creerle. No hay nada que le puedan sugerir para hacer. Su seguridad se erosiona un poco más, queda al borde de la desaparición. Su cordura se balancea ante el abismo de la negación.

Vuelve a cerrar los ojos. Mejor seguir esperándolo. Mejor, olvidarlo todo. Y contar hasta diez.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Eones


Salgo de mi habitación a un cuadrado oscuro. Llevo en las manos los papeles eternos de estudios sin acabar. Me dirijo a lo que, antaño, era la escalera de salida; pero el lugar se extiende y desaparece como tal. El marco por el cual salí es la entrada a un quincho, donde se dispersan esas redondas como para quince personas. Doy pasos directos entre las parrillas, sin dirigirme a ningún lado en particular. Parezco no haber notado que aquel no es mi sitio. Parece no importarme que aquellos no sean mi gente. Y sin embargo, entre tantas caras desconocida, a una nunca la he visto pero sé quién es.

La imaginaba rubia, pero tiene el pelo negro sin matices. La imaginaba blanca, pero su piel es color canela. Pensaba que sus ojos eran claros, como creí haberlo visto antes, pero son más oscuros que su pelo. Su boca es más perfecta que mis recuerdos. Sus rasgos son la armonía de la belleza nativa de un país que no es el mío. Y en mi contemplación, en mi sorpresa, te cruzaste.

El tiempo sin verte no borró mi conocimiento de tu cara. Te reconocí aún cuando estabas de espalda. Me ha sido imposible olvidar cómo se adaptan los jeans a tu cuerpo. Y cuando te diste vuelta, eras tan conocido como si te hubiera tocado toda la vida. Tan nítido a mis sentidos como si no guardara de vos sólo tu recuerdo. Tu sonrisa al verme no era la de aquella despedida, ni la de el olvido aquel amor.

Y terminamos en la cama, hablando. Encima de las sábanas que ni siquiera corrimos, echados con cansancio, volvemos al silencio. Aquel contacto es lo único que necesitábamos por un rato. Es la única forma de nos comunica en realidad. Y cuando viene ella y nos descubre ahí, yo apoyada contra el cabecero y acariciándote el pelo, vos con la cabeza en mi pecho en las arrugas de mi camisa, pienso que te vas a ir de nuevo. Que tras otra promesa de reencuentro, algún día, te vas a volver a ir. Te suelto, para que corras a sus brazos, al pecho de quien te cubrió mi ausencia.

Pero vos levantás la cabeza, y le decís que se vaya. Que vos vas a ir en un rato, pero que todavía nos queda mucho que hablar. Volvés a poner la cabeza en mi pecho, y ella se va sin decir nada. Volvés a cerrar los ojos acomodándote entre los pliegues de tela y carne. Y nace en mí el llanto de la nostalgia, el clímax de mi búsqueda en el mundo. Siento la sensación nunca experimentada de la preferencia concreta, notoria, oponible a terceros. Mi mano vuelve a tu pelo negro con una suavidad de la que nunca fui capaz. Vuelvo a vos con la fuerza de tu imán. Todavía existe aquel magnetismo. Todavía existe ese efecto.

Cuánto tiempo pasamos así, no lo sé. Nada más puede pasar entre personas tan largamente conocidas, separadas ahora por tanta distancia. Atesoramos ese silencio como la más íntima compañía que siempre compartimos, y somos sobre esa cama lo que no fuimos bajo esas sábanas. Mis dedos son los besos que no te pude dar, y tus palmas son los abrazos tuyos que nunca llegué a sentir. La canela se mezcla con la vainilla, como se mezclaría si estuviéramos desnudos; o como nuestros dedos enlazados, en todos aquellos sueños que quedaron atrás.

Y yo lo sé, mientras siento tu peso en mi pecho. Ni vos, ni tu opresión en mí, quedaron atrás.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Comunidad pasada


La imagen se abre a lo que fue aquella escuela. Jardín de infantes, primaria y secundaria, entre las tres casas viejas de un establecimiento chico. De repente, aunque ella ya no pertenece a aquella esfera, se ve nuevamente sumergida en ese maremoto. Vistiendo el distintivo que el grupo eligió para diferenciarse, camina por los patios esquivando niños. Con la mirada, busca más como ella, que tienen que estar dando vueltas. A los alrededores, no hay más colores iguales a los suyos que estén pastando en ese recreo.

Se descubre en el camino a su salón, que está a oscuras. En el medio de su andar, es interceptada por un libro enorme de unas mil quinientas páginas, tapas blandas verdes y un título que refiere a jurídico. Por algún motivo eso detiene por completo su deseo anterior, lo aferra con deseo como si hubiera sido su idea, y vuelve sobre sus pasos hasta salir al patio. Una persona como ella empieza a caminar a su lado, también sosteniendo un libro contra su pecho. Ella la reconoce como una compañera que hace más de siete años que no ve. Ambas terminan sentadas bajo el amparo de los juegos infantiles, en el rincón más alejado de la escuela, y abren sus libros. Más allá, de reojo, se puede ver al resto del grupo que les regala una mirada de soberbia.

El libro o el tiempo la transportan. El pasillo de aquella casa antigua se transforma de pronto en uno que no conoce en absoluto. Lo camina con la sensación de estar arrastrando un vestido, tener el cabello mucho más largo, y hablar un idioma que no conoce. Busca entre las habitaciones hasta dar con lo que esperaba. Aquel hombre de gran bigote y mirada penetrante, que es su esposo, que es padre de millones de los suyos, la esperaba.

Mantienen un diálogo tan efímero que ninguno lo guarda en la memoria. Son palabras de cortesía, de personas que no tienen intimidad. Cruzan comentarios sobre el estado de su nación helada, extensa, bajo el yugo de las luchas entre los dos mundos separados, sobre el mundo general que es la Tierra. No hay información relevante que atraviese el aire y les llegue a los oídos del otro. Se guardan tantos secretos como si no se conocieran.

Y tras unos pasos por las habitaciones inmensas, de lleno y recto a la soledad, su esposo muere. Ella permanece viuda de esperanza y de seres mientras se arrastra, en dirección a un nuevo casamiento. Primero es alguien que ni siquiera llega a recordar. Luego, alguien que cree o hijo o sucesor de su primer marido, alguien con un "I" adosado a un nombre extraño y largo. Termina sus días de pie frente a la muerte, en aquel baño viejo y lleno de sarro y sombras; mirándose en un espejo de tres partes, bajo una luz que no ilumina, reconociendo su historia.

Ella, Jelena Alexandrova. El último, Alexandre Alexandrovich I. Y él, el primero, Iósif Stalin.

martes, 23 de septiembre de 2008

Elecciones

La posición horizontal se eleva perpendicular hasta permitir los pasos. La sensación de haber cambiado el corazón de lugar retumba solitaria en las sienes. Aquella fuerza sin nombre se echa sobre la sangre y su mano envuelve lo que queda del pecho vacío. Presiona el aire hasta agotar los pulmones y deja que la piel se vuelva transparente. Quiere que la mente se quede en blanco. Sus intenciones son sólo evitar el colapso.

Recuerdos vagos de los candidatos de mis decisiones chocan contra las paredes de mi conciencia. Tengo impresiones de haber participado desde adentro en la maquinaria del poder. Miles de papeles de colores todavía llueven ante mis ojos en colores que no representan mi pertenencia. Los ojos me arden como si hubiera tratado de lavarlos de aquellas cosas. He sido aferrada por una traición a mi propio ser que parecí haber consentido.

Y luego, envuelta en los problemas de mis olvidos, enfrento el problema de mi memoria. Las hojas escritas frente a mí son como sesenta papeles en blanco. Las frases se han ido de mi cabeza. No puedo repetir siquiera mi nombre. Una especie de pánico escénico se hace con mi presencia y destroza mi seguridad. Me pone frente a la línea del temblor, y me empuja hacia la ansiedad. Pensamientos fatalistas se cruzan a cada nueva línea olvidada. Pierdo la noción de lo que es la relatividad. Esto pasa a ser lo único, lo más importante en la vida, y lo único que no puedo fallar.

Las elecciones serán tan pronto como en unas horas. De mis candidatos, ahora bien, sólo queda uno. El otro fue asesinado mientras desfilaba ante mis ojos. De la mano lo tomo, dejo que me rodee los hombros, y suspiro. En realidad, no es mi decisión. Pero más vale infierno conocido que infierno por conocer.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Salidas


Entra a una sala, después de bajar de un colectivo. Viste la ropa común de todos los días. En la fila en la que la ponen, no hay emoción alguna. La sala está desnuda de lujo y funcionalidad. Las paredes blancas hacen el eco de cada uno de esos pasos. La mesa única en el medio, con la mujer atrás de los papeles, es lo más cercano a la vida. A cada metro de cercanía a aquello, la certeza del encierro va creciendo. Aquel destino, a pesar de todo, no resulta extraño. Es natural. Aquellas rejas futuras se vuelven, en su corazón, simple causa y efecto.

La habitación la comparte con otra, que es mezcla exacta de una antigua compañera y una nueva desconocida. Dos camas incómodas se separan por un pasillo de suelo gris. Un placard queda oculto en el ángulo de la puerta cuando está abierta, a su derecha. Poca o ninguna ropa se guarda en aquel espacio. Quizás alguna que otra manta. Quizás algún que otro accesorio. Los estantes guardan sólo golosinas, chocolates, productos del tráfico.

Los días transcurren pero para su memoria son difusos. Cree haber compartido salidas en comunidad al patio, abajo del sol gris y del cemento rasposo. No tiene idea si caminó por los pasillos estrechos que unen todas las piezas. Posiblemente ya conoció más mujeres como ella, como ellas, que compartían la misma situación. Imágenes de una casa de noche y las ventanas encendidas le circulan una y otra vez por la cabeza. Le parece que es la suya, que por un momento volvió, que habló de nuevo con sus hermanos, abrazó de nuevo a sus amigos. La sensación de la piel caliente y las voces añoradas le quedó flotando por todo el cuerpo.

Pero ella sigue ahí, y vuelve al lugar que comparte. La otra está echada en una de las camas, y se levanta un poco cuando la ve entrar. Debe verle mal gesto, o más tristeza de la habitual en la cara, porque trata de consolarla. Intenta que no se acuerde de la distancia que hay entre lo que quisiera y lo que tiene. Le señala una gran cantidad de cosas con azúcar tiradas encima de la otra cama, esperando que las ataque, sabiendo que tienen que comerlas rápido o se las van a sacar.

Ella cede ante la realidad. Esa es la única verdad. Agarrando uno de los bon-o-bon, mordiéndolo, va a reunirse con la otra. A acostarse a su lado, a dejar que la abrace. Un poco de calor humano y de protección entre las paredes de su cárcel.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Estadíos


Es una habitación. La habitación primero está en penumbras, y el único haz de luz proviene de un monitor de pantalla plana. El monitor encendido está encima de un escritorio de vidrio y metal. Hay gran cantidad de papeles y objetos variados haciendo opaca la superficie transparente. En el monitor, hay abierta una ventana de diálogo. Pone "Sergio" en la parte de arriba. Todo está en silencio. La ventana permanece por segundos en blanco. Luego, en un momento, aparece una frase en negro.

Y aquí estoy, luego de un momento de una orgía de sexo desenfrenado oscuro. Pero te vi con tiempo para pasarte esto...

Ella lo mira desde el costado de un escritorio de madera rectangular. Delante de sí, una montaña de papeles en orden caótico se despliega en todo su esplendor. Hojas llenas de puño y letra se mezclan con las palabras a computadora. Un vaso de algo terminado aparece a la derecha, encima de una tarjeta de subterráneo. Es, posiblemente, un salón comedor.

Sentado en la cabecera, inmediatamente a su izquierda, él empieza a contarle todo aquello. Afuera de las ventanas, a medio cerrar, cae la tarde. Ella no escucha nada de lo que dice, porque sólo se dedica a mirarlo a los ojos. Toda su atención se posa en sus pupilas amparadas por los anteojos. Permanece así mientras él detalla lo que, mecanografiado, no serían más que tres líneas de texto. En su voz, suena como una eternidad armónica, sin significado, en la que perderse.

El ocaso de sus palabras trae el silencio y una repentina oscuridad. Posiblemente, una nube acaba de pasar frente al sol y agotado así la escasa luz de ese, posiblemente, día nublado. Él pregunta algo que se pierde para siempre en la memoria de ella. Ella interpreta que le pregunta por su actividad, y responde apuntando a lo que está a su merced. No parece tener nada más que decir. Su obligación le ha consumido todos los temas de conversación.

- Qué aburrimiento - responde él, negando -. Lo mismo que mi ex que me espera en la cama...

Los deberes mutuos los han agotado. Ninguno quiere continuar con eso.

Ella deja de inclinarse sobre sus hojas. Lo mira. Él está perdido en la habitación, en otro lugar, más allá de las paredes. Ahorcado entre las sábanas. Está sentado rígido, muy derecho, con los brazos tensos y las manos sobre las rodillas. Sus nudillos empalidecen un poco, aunque sus mejillas siguen llenas de color. Entonces, ella mira la mano que le queda cerca. Se inclina. La agarra, la despega del jean. Empieza a acariciarla.

- Entiendo...

Él cae a la situación. Todo en sí se vuelve hacia ella, por fin. Las cejas arqueadas terminan por bajar a su nivel normal de nuevo. La mira sin espantarla, pero sin reaccionar. Su mano está muerta entre los dedos dulces que buscan darle respiración artificial. Los roces en la palma le dan electricidad.

- Pero, ¿es que no tienes que estudiar?

- Ya estudié, Sergi.

La mano es elevada en el aire. Los labios calientes ensayan una respiración boca a boca. Los dedos continúan la reanimación pulmonar. Ella se inclina sobre la mesa, tira despacio de su brazo. Posa ambas sobre los papeles, y apoya el mentón sobre la que no le pertenece. Se recarga sobre él, que ha revivido. Quiere mantiene el calor que ha vuelto a tomar su mirada.

No tarda en haber respuesta. Desde atrás de los anteojos, se despliega la dulzura de la miel. Sonríe. Hace que sus dedos reconozcan a sus salvadores. Explora cada rincón de aquella mano más pequeña que se ha hecho inmensa bajo la suya. Sólo con su gesto, la abraza con tanta fuerza como para romperle los huesos. No contento con ello, se inclina hacia ella. Sus ojos quedan a centímetros de intimidad, aunque siguen muy separados.

- Cuando era pequeño, no podrías entender lo que era para mí la televisión todo el tiempo encendida para enfermarme y cuando me acercaba a las vacas… Me sentía muy inseguro...

Es la confesión de mayor profundidad que puede ofrecerle. Él sabe que sólo ella lo conoce tal como es en realidad. Y aún así, sabiéndolo todo, ella sigue recargada en su mano. Recostada, como lo estaría contra su hombro o su cuello si pudiera. Pero no puede; no aún. Aquella distancia es demasiada para cruzarla tan fácil. Quizás algún día pueda consolarlo con suspiros de aliento contra su oído. Quizás también él pueda sostenerla con la carne y la sangre, además de con las palabras y la razón.

Sus palabras siguen, entrándole a ella por los ojos. Todos los demás sentidos están anulados. Sólo quedan los ojos y el alma. El significado vuelve a perderse, pero queda archivado en una memoria rígida. La de ella, es volátil. Y aquel momento, como todos los suyos, es efímero.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Susurros de almohada


Un día, de repente, te fuiste. Un amigo anónimo jugaba cartas con su destino. Vos tratabas de conciliar el horror con la necesidad de correr.

Esa misma noche, te vi de espaldas, sentado en el banco de una plaza. El ambiente era sepia, aunque los árboles seguían llenos de hojas y el cielo no tenía nubes de lluvia. El banco, tablas y hierro labrado, te sostenía como no podía tu columna. Yo estaba lejos, más lejos de lo que un camino podría llevarme, y te miraba desde aquella distancia con urgencia. Estabas inclinado hacia adelante, envuelto en un abrigo oscuro. Tus hombros se agitaban al ritmo de tu voz. Llorabas.

Y yo trataba de llegar. Empezaba a caminar para alcanzarte. Pero no había camino bajo mis pies; no había guía ni posibilidad para mí. Ante mis ojos, todo se había vuelto negro, nada existía, excepto vos allá, tu banco, tu abrigo y tus lágrimas, alumbrados en la penumbra: como si fuera el escenario de un teatro, y vos fueras el protagonista. Y lo eras. Eras el tema de mi desesperación, que no conseguía moverse del lugar aunque parecía correr. No podía alcanzarte.

Cuando al fin mis pies se movieron, o se movió el mundo debajo mío, y empezaste a verte cada vez más grande en la perspectiva, nació en mí una idea. Era tarde; no había nada que pudiera hacer. Lo que fue un pensamiento se fue consolidando en certeza a cada metro que achicaba entre vos y yo, entre vos deshindratándote por los ojos y yo desangrándome por el pecho. Era mi única seguridad cuando me encontré de pie a tu lado, a tus espaldas, y alargué la mano para agarrarte el hombro. Había llegado. Ya no servía de nada.

Al día siguiente, aquella angustia impregnó mi vida. Cargué con ella todas mis horas, mientras esperaba tus novedades. Pero no apareciste. No llegué a verte a la noche, ni a la tarde ni madrugada, y quedó un vacío formado por mi ignorancia. Mi alarma se confundió con mi imaginación. Hice ciencia, y desarrollé miles de teorías para explicar el problema. Hice religión, y atribuí tu ausencia a designios inescrutables. Me hice un bulto en posición fetal y traté de olvidarme.

Esa misma noche volví a verte. Tu expresión me hizo estremecer. Tus ojos atrás de los vidrios estaban vacíos, como debía estarlo la parte de vos que le reservabas a él. Quería agarrarte la mano, apoyar la fuerza de mi miraba, pero no podía. No podía más que escucharte, y mientras te escuchaba, pensar en cuánto me hubiera gustado abrazarte. Oír que tu amigo finalmente había muerto. Mirar cómo los brillos miel de tus ojos estaban desgastados, aunque vos parecías querer decirme que ibas a estar bien. Y yo no tenía dudas. Pero no podía pensar en otra cosa que las ganas que tenía de abrazarte. Fuerte. Muy fuerte.

El silencio cayó entre nosotros hasta quebrarlo todo. Debí mirarte con tanta intensidad que captaste el mensaje, sin necesidad de palabras. Pero no me dejaste acercarme. Me echaste con el tono y el lenguaje corporal. Querías tu duelo en soledad, como me hubiera pasado a mí. Querías mi compañía, pero sólo eso; sólo querías que te entendiera, no que te consolara. Igual que me pasó aquellas veces, cuando vos todavía no estabas. Sabías que iba a entenderte: somos iguales.

Te acompañé sin preguntas, y permanecí sin respuestas. El día después fue un espanto, porque empecé a resentirme de la incertidumbre. El no entender nada y los indicios de lo sucedido me cargaron de electricidad. Eché rayos en todas direcciones y elegí encerrarme para evitar más descargas. Te esperé con fervor, deseando casi con fanatismo poder encontrarte para saber qué era lo que había sucedido. Para saber cómo estabas, que era en realidad lo único que me importaba.

Y respondiste. Esa misma noche, por fin apareciste después de tu larga ausencia. Te vi nítido, más relajado y más tranquilo que en las noches anteriores. Con esa misma tranquilidad, que no tenías desde el principio, me dijiste que tu amigo seguía muy mal, pero que todavía no se había muerto. Que no habías venido a verme, porque habías estado con él todos esos días. Que te disculpara por la ausencia, habías estado demasiado ocupado para ocuparte de vos. Y a mí no me hacía ruido la contradicción entre la vida y la muerte. Nada me resultaba extraño, teniéndote enfrente moviéndote los anteojos de marco negro, sabiendo que estabas ahí.

El nudo se desató con lentitud, y te ofrecí las manos, para que te agarraras ahora que ya no lo necesitabas, y sólo podías quererlo. Me ofrecí en silencio, ahora que ya no ibas a creer que podía ser por lástima, ni por dudar de vos. Siempre decís que soy la única persona que te conoce como de verdad sos, y los demás te creen independiente y fuerte. Yo sé que sos tan sensible que a veces las cosas te afectan al punto de querer dejar de vivir. Eso era lo que temía. Y eso fue lo que no pasó.

Al abrir los ojos, estaba tranquila. Tenía en el pecho el calor de tu cabeza apoyada, descansando. Y esa misma tarde, cuando yo ya no te esperaba, apareciste. Repetiste lo que ya me habías dicho sobre tu amigo y tu ausencia, y no me extrañó enterarme por fin de lo que realmente había pasado. Te lo conté todo, y no te sentiste extrañado. A mí no me extrañó que esos días me hubieras hablado al oído, a mi inconsciente, mientras estabas lejos de cualquier forma de comunicación. Ambos sabemos, y ya comprobamos, que cuando las líneas se corten y la tecnología se muera, nosotros vamos a hablar de cabeza a cabeza, pecho a pecho, a estos doce mil kilómetros de mar.

No volviste a hablar de tu amigo. Y yo, como esperabas, no volví a preguntar.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Papel crepé


Hay una bañera. Hay alrededor un baño de azulejos blancos y celestes. Del techo, pende una inútil cortina traslúcida que no protege al suelo del agua, ni a quien se baña de las miradas. El piso es de baldosas azul oscuro, dispuestas regularmente. El material que parece porcelana es todo blanco. La grifería es color plateado. Hay una ventana en la pared contraria a la puerta, a la derecha de la bañera. La bañera es blanca, es larga, y está pegada a la pared izquierda.

Yo estoy en la bañera. Me despierto repentinamente de un sueño que no llego a recordar. Estoy vestida con un pijama improvisado, consistente en una casaba a rayas blancas y negras de un pijama verdadero, y unos pantalones deportivos rojos que no son para dormir. Estoy descalza. No hay calzado a la vista. Dentro de la bañera, no hay agua. Sólo estoy yo, que acabo de despertarme. Miro a mi alrededor, buscando una razón de mi presencia allí.

De repente, sé que estoy investigando un asesinato. Esa es mi única certeza.

Salgo de la tina, con cierto tambaleo. El cambio brusco de posición me genera un mareo que encuentro normal. Me desconcierto por un momento, pero llego a la puerta. Aún no entiendo bien dónde estoy ni qué hago ahí. Salgo del baño, y me encuentro con un sujeto al que conozco. Es de estatura media alta, de cabellos oscuros, ojos oscuros, piel blanca y anteojos. Sostiene algo como carpetas o libros en una mano. Sé que es el director de aquel juego de investigación en el que estoy metida. Se dirige con rumbo que encuentro desconocido. Sin embargo, lo sigo.

Empezamos una charla. Tocamos el tema del asesinato. Caminamos un tiempo del cual no soy conciente hasta llegar a una puerta. Él me la señala. Yo asiento con la cabeza. Entonces, el hombre abre aquella puerta. Entra primero, yo voy detrás. Nos encontramos frente a un salón lleno de niños, sentados en pupitres. Las paredes están llenas de afiches al estilo de escuela primaria o jardín de infantes. Ahí me doy cuenta, por primera vez desde que lo he visto, que es el maestro.

El maestro saluda y se sienta al otro lado del escritorio. Mueve las manos para sacar algo de una carpeta. En aquel movimiento, noto que tiene una alianza de oro en el anular izquierdo, gruesa y ceñida al dedo. Saca unas hojas con un crucigrama, escrito en rojo fuerte. Me mira y me pide un momento. Asiento. Me siento a un lado. Él le pregunta a la horda de niños si ha hecho la tarea. El coro responde que sí, por lo que van a chequear las respuestas. Un instinto me avisa de tratar de espiar la hoja del maestro. Tengo la impresión de que las palabras del crucigrama forman algún tipo de mensaje que debo conocer, para la investigación.


Hay una calle. Es de noche. La falta de árboles y de edificios altos hacen que el cielo se vea despejado y abierto. Hay pocos cables de luz que interrumpan las miradas. Las veredas parecen estar levemente húmedas. Los adoquines hacen resbalar los resabios del rocío. Hay una mesa circular, con alguna botella encima apoyada en el centro. Hay soledad en el ambiente.

Yo estoy sentada alrededor de aquella mesa circular. Conmigo, hay dos mujeres y un hombre. No reconozco sus figuras. Pero por algún motivo, sé que son personas que conozco. Están jugando conmigo a la investigación del asesinato. Están allí conmigo por ese propósito. Todos sentados equidistantes alrededor de la mesa redonda. No tenemos vasos delante. A pesar de las botellas, no estamos tomando nada.

De pronto, somos atacados por dos mujeres ebrias. Se tambalean. Nos insultan. Permanecemos quietos, ignorándolas, aunque chocan contra la mesa y la desestabilizan. De pronto, una de ellas rompe una botella. Los vidrios se astillan. Ambas toman pedazos filosos y grandes, para empuñarlos a modo de armas. Nos amenazan con ellos. Los cuatro de la mesa nos ponemos de pie. Retrocedemos ante el embate. El miedo me circula por un momento. Se nos vienen encima.

Ante el peligro mortal, el hombre saca una navaja de afeitar. Sorprende por la espalda a una de las mujeres ebrias. Le clava la navaja en medio de la garganta. Hace presión hasta partir la tráquea e introducir hasta el absurdo el filo. No sale una gota de sangre. Quedo en shock observando la acción del hombre, que yo no esperaba en lo más mínimo. La otra mujer ebria se diluye de mi memoria. Sólo queda el hombre y la navaja. La caída del cuerpo en cámara lenta. El silencio de las otras dos mujeres y el mío. La tensión y la incredulidad. La adrenalina.

Me doy cuenta que debo destensar la situación. Estamos a salvo. El método fue poco ortodoxo, pero estamos bien. No puedo dejar que aquello condene a quien se ha arriesgado. Entonces, me levanto. Me incorporo por completo, y hablo.

- Pensé que era la única que llevaba algo filoso en la mochila.

El hombre, aún con la navaja en la mano, me asombra.

- Pero, ¿vos te afeitás con agua caliente sólo, o con espuma?

La imagen se queda estática. Se cubre de negro.

domingo, 31 de agosto de 2008

Andar vacilante

I.

Un esquina a medias iluminada. Un padre en tránsito que da el último adiós. Una pareja enlazada, confundida en labios y palabras. Una noche cerrada, densa y ruborizada, cuna de los infractores del decoro. Un tránsito escaso y contradictorio, de cualquier rumbo, a cualquier color. Allí me paro, de espaldas a la barbarie, de pie frente a la caída, a esperar mi destino.

El escurrir del tic tac digital me encuentra mimetizada en el ambiente. Como en un prisma angular, los segundos pasan a través de mí y se refractan en mi conciencia. Mis pasos guían una elipse en el barro, en el pavimento, luego sobre el pasto, sobre la tierra. Susurros a mi alrededor vuelan hasta hacerse de mi imaginación, y concibo un silencio que cubre hasta a los latidos de mi impaciencia.

Frenan ante las botas mis dos salvadoras, que me ofrecen un atajo al final. Sopesan en su calma irreflexiva la negativa a su condición. Se transforman en simples pasajeras de aquella rotación sin control, y se disuelven a mi mirada en un estallido de luz. No hay alternativa más corta que la elegida excepto la del sacrificio como medio, derramando el petróleo de aquellas mangueras que alimentan.

Y por fin, resonante, la llegada. El abandono a cualquier otro pensamiento, la aceptación al despojo de cualquier otra libertad. Se produce la entrega sin límites, cambia de manos el poder. Se vomita el rencor por los ojos, y el ácido gotea invertido hacia el interior. La última ola golpea en mis ideas cuando se clausuran mis escapes. Y no queda más de mí, excepto un transcurrir lleno de terremotos en mi piel, huracán sobre mi cara, y sequía en mi esperanza.


II.

Un túnel abierto sólo iluminado por focos como estrella artificial. Un pasar continuado de rostros y recuerdos nítidos como carteles de neón. Una blanca hecha de pequeñas rectas señalando con impunidad. Un movimiento acompasado de los líquidos que aún permanecen dentro. Allí me siento, de frente a lo inevitable, de cuchillas ante la guillotina, a callar mi desacuerdo.

Pero fuerzo mi salida de aquel devenir. Los cuchillos de la oscuridad me atacan uno tras otro, me descubren jadeando, al dejar todo aquello atrás. Achico a la carrera la perspectiva del punto de inicio. El tiempo se derrite fuera de mi como la persistencia de la memoria. El llamado que debía ser termina siendo, el grito de mi última oportunidad, y me quiebra el muslo. Todo se acaba en el suspiro que se aleja...

Y dejo a la recta de la decadencia seguir su camino. El mío me implora desde otro lugar. Aquel donde está el eje del alarido, donde confluyen mis últimos motivos, aquel que ladra ante mi esfuerzo y reta mi dolor. El tic tac digital derrama su última gota y acaba de escurrirse, por fin.

He llegado. Me he ido.

jueves, 28 de agosto de 2008

Derechos de papel

Hay un hotel. Es de noche. En el hotel, los ascensores suben hasta el piso 23.

Estoy en uno de los ascensores. Hay luz, pero noto mucha oscuridad. Estoy con Mercedes. La puerta que se cierra es metálica, y la cabina está totalmente espejada; se refleja la oscuridad haciendo que todo parezca gris denso. Miro a mi izquierda el panel con los botones, sabiendo que ya apreté el correspondiente. Espero que el ascensor empiece a bajar; en cambio, empieza a subir. Veo como la luz roja va pasando de uno en uno por los primeros números, en escala ascendente. Noto la adrenalina manejarme el cuerpo. Sé que no tiene que subir, sé que el ascensor está teniendo algún problema. Siento un miedo repentino que me destroza.

- ¿Por qué estamos subiendo? - pregunto a Mercedes, que no dijo nada hasta el momento.

La luz roja se posiciona en el 10. Todavía faltan muchos pisos para que el ascensor suba sin control, pero se frena en seco. Miro a Mercedes: me doy cuenta que estoy intuyendo una tragedia. Y tal como me doy cuenta de eso, escucho un ruido metàlico que identifico. La soga de metal acaba de partirse. El ascensor empieza su caída libre sin que podamos gritar ni un sonido irracional.

Las puertas de reja antigua de la planta baja están abiertas para cuando el ascensor se destroza contra el piso. De alguna forma, no soy conciente de ella, Mercedes y yo logramos saltar a último momento por esa abertura. Pecho a tierra, vuelan sobre nosotras esquirlas de todo tipo, maderas rotas como si el ascensor fuera un cajón de manzanas, y pedazos de metal. Me levanto como puedo, sin poder respirar bien, y miro como en el hueco del ascensor sólo quedó una pila de basura, lo que era la cabina. Mercedes y yo nos miramos en el más profundo de los espantos.

Bajamos de algún modo al subsuelo cuatro de aquel hotel, que era a donde queríamos ir desde el principio. Buscamos con desesperación hasta dar con una habitación en la que está la persona que queríamos ver. Martina, con Alejandra y una tercera persona que no identifico, nos cuenta que por fin ha conseguido una habitación para tres, y que a pesar de ser más reducida de lo recomendable, está contenta con ello. Le contamos todo lo que nos ha pasado, se lamenta con nosotras, y la imagen se vuelve difusa por completo.


La noche sigue transcurriendo; o es otra, o es la misma más tarde. Julieta mira una vidriera en el medio de una calle solitaria, oscura y con las veredas húmedas. Al otro lado del vidrio hay bolsos y carteras, un estante con mercadería de cuero negro. De pronto, Julieta se da vuelta llevándose la mano a su bolso contra su muslo, y se encuentra cara a cara con un nene. El nene tiene entre diez y doce años, viste ropa sucia, rota y grande para su talle. Tiene los ojos enormes y muy brillantes. Tiene el gesto contraido en algo parecido a la angustia y la vergüenza, mezclado con resignación. Tiene la billetera de Julieta en la mano.

- Yo no quería, pero no me quedaba otra - dice sin moverse de su lugar.

Julieta lo mira sin reaccionar. Luego lo agarra por los hombros, y le pide que, aunque sea, le dé los documentos de adentro de la billetera. El nene sigue repitiendo que él no quería hacerlo, mientras Julieta sólo le pide los documentos. Julieta le pregunta si tocó algo más del bolso, a lo que el nene asegura que no tocó nada más. Al final, Julieta ofrece darle plata que tiene en el bolsillo a cambio de la billetera, que tiene muy poca plata en comparación. El nene acepta, repitiendo una vez más que él no quería hacerlo, y que no le agarró nada más del bolso.

Julieta agarra al nene de la mano, y se lo lleva a una confitería para hacer el cambio. No quiere hacerlo en medio de la calle totalmente solitaria, así de oscura. Juntos atraviesan la plaza Sarmiento, oscura por la noche y difusa por una niebla repentina, caminando por la vereda de la avenida 9 de Julio. En la plaza Sarmiento, hay un grupo de hombres jóvenes jugando fútbol, que responden a lo que Julieta suele llamar en joda "portación de cara".

En la esquina de 9 de Julio y Héctor Guidi, se encuentran con dos personas, que resultan conocidos de Julieta. Se dirigen entonces los cuatro a la confitería, en la mano de enfrente. Hay dos confiterías, una al lado de la otra, donde en realidad deberían haber una panadería y un garage. Julieta le deja elegir al nene la confitería que más le gusta. El nene elige la que está en lugar del garage, así que entran a esa, y Julieta le dice que elija la mesa donde quiere sentarse. Despiden a los conocidos de Julieta, y se sientan.

Julieta le pide la billetera al nene, que se la da. La apoya encima de una de las cartas, que están encima de la mesa. Julieta agarra una servilleta de papel, y empieza a escribir con una lapicera azul. Le empieza a enseñar al nene cómo hacer un contrato sin que lo caguen. Lo va escribiendo, y señalando los ítems con la punta de la lapicera mientras le habla. Se ve que anotó una fecha, y señala una palabra inmediatamente abajo de ahí.

El nene pregunta a Julieta para qué le enseña todo eso, si sólo es un cambio de billetera por plata. Julieta le dice que es para él, para que en el futuro, no le pase nada. La imagen se volatiliza.

martes, 26 de agosto de 2008

Estrellas Abiertas


Estrellas abiertas van a empujar tus pasos
cuando no camines a ningún cielo
excepto al mío de nuevo

Nubes de aliento van a robar tu aire
mientras siga viendo tu espalda
y no tus pupilas claras

Estrellas abiertas van a cuidar mi abismo
desde que me ayudaste a dejar de ser
a volatilizarme de la memoria colectiva

desde que era el principio de mi vida
y hasta que sea el pozo de mi muerte

domingo, 15 de junio de 2008

Elegancia húmeda

Angelo y Helena están juntos. El hombre está con su traje impecable y sus anteojos de sol, imperturbable. A su lado, la joven está impecable, con su campera ceñida y sus botas por fuera del pantalón. No siguen la realidad, donde Angelo había entrado primero y Helena se había quedado atrás. Ahora, ambos diplomáticos han entrado a negociar, antes que los demás.

Se mueven con sigilo total por la casa que está en completo silencio. Angelo ha sacado sus armas, y Helena lo sigue en puntas de pie. Pone todo el cuidado que puede. Avanzan en el silencio de la clandestinidad por aquel sitio, donde nada respira. Al final, por las ventanas, ven que han aparecido varios ghouls. Entre ellos, están Diego y Camilo, quienes en la realidad, habían estado apoyados en un auto fuera del lugar. Helena tira de la manga del traje a Angelo, para advertirle. Ambos empiezan a esconderse y a caminar por la casa tratando de salir, mientras los ghouls fuera se despliegan y tratan de encontrarlos. Angelo y Helena llegan a la cocina del sitio. A través de una ventana, a las espaldas de Helena, un ghoul la ve.

Helena se tira hacia adelante antes que el ghoul rompa el vidrio y logre agarrarla. Angelo dispara en esa dirección. Empieza un tiroteo muy raro y bizarro que rompe todos los vidrios. Se arma un caos difuso. Finalmente, la manada de ghouls logran agarrarlos y llevarlos frente a su amo, un Antiguo. No es no el Nosferatu de este negocio de la sangre: es un sujeto mayor, con cara de abuelo. Éste los mira de arriba abajo decidiendo cómo matarlos. Al final, les señala una gran pileta que hay a su lado. Les dice que quiere que naden, que no tienen opción.

Ante la situación extravagante, Helena se queda sin reacción. Angelo, por el contrario, se saca todo y se tira a la piscina. La imagen de un sujeto siempre vestido de traje, con anteojos negros, siempre imperturbable y con todo el aire de tener el control, quedándose en paños menores y arrojándose a una pileta, corta cualquier seriedad del momento. Helena mira a Angelo empezar a nadar. Mira al Antiguo con cara de cachorro mojado, haciéndole un gesto como preguntándose si de verdad ella tiene que tirarse también. El Antiguo hace una serie de gestos muy elocuentes de cómo quiere que se tire, y cuál es el estilo que quiere que nade, gesticulando con todo el cuerpo para no dejar ninguna duda.

Al final, Helena sonríe. Se quita la campera, deja su arma, y se tira al agua. Empieza a nadar con suma gracia, sabiendo que quizás tiene una posibilidad de salir de allí. Nota que el Antiguo está complacido por cómo lo hace. Después, salen los dos Giovanni todos mojados, chorreando. Los ghoul los cierran en un círculo con el Antiguo en el medio, esperando una orden de su amo para ayudar a matarlos.

Y el Antiguo mira a Helena. Le sonríe. Agarra una libreta, tacha algo, y dice a sus ghouls que los dejen ir. Ante las quejas de los ghouls y la cara de shock de Helena [Angelo sigue, como siempre, imperturbable], el Antiguo le sonríe con simpatía. Le dice que vale, que se fueran. Yo tenía la certeza de haber sacado como ochenta éxitos en una tirada de Carisma y Empatía, que había dejado al Antiguo rendido a los pies de Helena, y que eso los había salvado.

Angelo se vuelve a vestir, sin acusar recibo de nada. Helena aún en shock trata de saludar al Antiguo ese. Se largan.